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Ojos de Luna


En el vacío de la medianoche, Yasahiro caminaba por los escurridizos callejones de la ciudad. Cuando pasaba por las avenidas, las luces de los autos sonámbulos le iluminaban con fiereza y le dejaban los ojos llorosos. El humo de su cigarrillo se enredaba con el viento cargado de humedad, que pronosticaba una posible tormenta. El frío le encrespaba la nunca y se le metía por las mangas de la yukata, pero se desistía a vestirse más cargado; las caminatas heladas bajo la luz de la luna le liberaban de su prisión mental y le permitían elevarse junto con el humo hacia el cielo nocturno.


Un viejo papel descolorido volaba por las húmedas calles del pueblo para terminar deslizándose al piso como una hoja de otoño. Yasahiro lo notó al pisarlo y se detuvo súbitamente. Se agachó, tomó el anuncio con suavidad y se dejó llevar por su suave tipografía, recordando ese antiguo festival a la cual nombraba. Prometiendo luces en el cielo y comida en la mesa. El terror de los perros y el sueño de los niños. Hablaba de oportunidades y deseos que se cumplirían. Mencionaba la esperanza y el amor, sin conocer la ironía que corroía los pensamientos de Yasahiro al leerlo.


Aún recordaba esa noche, reciente pero algo lejana. Se había retraído del sol, y cuando la luna se había alzado se encontró durmiendo abrazando a su perro en un inútil intento de tranquilizarlo. El animal aullaba en desesperación y le roía los brazos dejándole marcas permanentes. Pero a Yasahiro ya no le importaba, ese dolor nunca superaría la frustración y desesperación que se hundía en su pecho como plomo. Se mentía, lo arropaba intentando calmar al pobre animal enloquecido, pero en la realidad solo buscaba despojarle algo de calor. Su único propósito era llenar el espacio frío que había poseído el otro lado de su cama. El frío desolado y permanente, que le acariciaba los pies en los inviernos y le recordaba todas sus pérdidas.


Los años habían pasado para él y creía haberse acostumbrado a esa decantada soledad. Pero sufría, sufría a más no poder. Añoraba con deseo el día que pudiera abandonar su dolor, pero al mismo tiempo se sentía culpable, porque eso significaba dejar los recuerdos atrás. Una angustia sin sentido. Aunque quisiera desmemoriar siempre habría una sombra que le recordaría el pasado.


Dicen que hasta la falsa alegría es un alivio para el alma. Su terapeuta le recomendaba reírse hasta que se lo creyera, que él estaba feliz. ¿Pero de qué servía fingir normalidad si no había nadie a quién mentirle? Yasahiro se encontraba solo y aislado, un recuerdo lejano en la mente del mundo. Un punto alienado en el universo.


Para Yasahiro, la vida era como nadar en un pequeño estanque de carpas. Ellas fluían siempre en círculos iguales e interminables, a la misma velocidad y sin propósito alguno. Ningún día diferente al anterior, repetición eterna. ¿Cómo es que las carpas aún no habían caído en la locura? Yasahiro a veces se lo preguntaba, para después terminar siempre en la misma conclusión. Quizá ya habían caído en la insania, esperando el momento justo para explotar en vesania.


Su cuerpo flotaba en la profundidad, el vortex. Las burbujas se deslizaban lentamente por entre sus labios y le daba vértigo mirarlas subir a la lejana superficie. A veces las carpas le mordisquean levemente las piernas, en busca de comida, pero el agua es tan turbia que no puede recordarlas. Sin embargo la oscuridad y las ampollas en los pies nunca llegan a ser insoportables, equilibrándose entre la demencia, evitando que trate de ahogarse en las profundidades. Y así transcurre su vida, durmiendo en su estanque profundo, rodeado por peces de colores que no puede recordar y algas, que como lenguas anfibias, le hacen cosquillas en los costados. Esperando la mano que lo venga a buscar, lo tome por la muñeca y lo arrastre hacia la superficie, una espera infinita.


A pesar de su monótono presente, Yasahiro aún mantiene vestigios de su pasado. Pequeños paquetes que en vez de papel, están compuestos por sueños rellenos de memorias. Los tiene guardados en recovecos oscuros, cajoneras, bolsillos cosidos en las partes internas de las camperas y debajo de su almohada. Los observa en las noches de insomnio y en las tardes de calurosa melancolía. Cada vestigio tiene su forma única. Uno reside en su desusado tarro de perfume, de esa marca que se ponía en su adolescencia, y lo usa para aromatizar las mañanas más decadentes. Otro descansa en un amuleto de la buena suerte, que recibió de aquellas manos en un año nuevo. Pero su retazo más preciado lo tiene escondido dentro de una pequeña cajita color azul, en el cajón de madera caoba de las medias.


Yasahiro ha enredado los hilachos de los recuerdos dulces y cálidos más preciados en un ligero anillo de plata.


Un desvejecido anillo con un nombre grabado en el lado interior, que también encierra una antigua promesa incumplida y un dolor corrosivo que le aflora en el corazón, como una maleza enmarañada de espinas, cada vez que visita su tumba. Pero para esos encuentros nunca lleva sus retazos. Siente que es una irreverencia, y le recuerda aún más que no lo puede dejar ir.


Parecía ser que sus destinos habían sido escritos incorrectamente, dejándoles caer en la desgracia. Recuerda un invierno pasado que, cuando aun cabía esperanza en su corazón, se pasó una tarde aburrido en un consultorio, esperando mientras revisaba una añosa revista de curiosidades. Una de las notas eran sobre los cien nombres más usados, y el suyo se encontraba casi al final de la lista. Una casualidad semántica. La escritora declaraba un sentido; decía que Yasahiro significaba descanso y paz. A veces se reía con sarcasmo al recordarlo. Era todo lo que Yasahiro necesitaba y todo lo que carecía. No podía dejar su memoria descansar y él nunca encontraría la paz. Por eso siempre dejaba el anillo en el cajón cuando le iba a visitar.


Le hubiera gustado ser capaz de despegarse de él por completo, arrojarlo a alguna laguna y seguir su camino. Pero varias veces se encontró cayendo y descubriéndolo como su único aferre a la sanidad. Ese anillo es dolor pero también es pasado y Yasahiro lo usa para las cenas más vacías. Para días como ese donde la soledad estancada es la única forma de describir su pesar. Donde suelta un par de risas sin ecos para esa compañía tan especial y así alivianar su alma.


Porque cuando se pone ese anillo, esa reliquia tan preciada, lo vuelve a ver.


Jura que lo ve entrar por la puerta, la noche del festival, con sus ojos eternos y su kimono azul marino. Su pelo blanco pide prestadas las luces del cielo, reflejando sus colores efímeros. Y sabe que no está loco porque su perro también calla sus lamentos para observar esa nueva presencia. Que con delicadeza se eleva como una neblina sobre el piso de madera y se acerca hacia Yasahiro en silencio.


Las lágrimas recorren su cara sin permiso cuando lo reconoce. La melancolía se desvanece como el rocío ante el calor de un sol de verano, y corre a recibirlo. Se sientan con los pies en el estanque y las carpas le mordisquean los tobillos, pero a Yasahiro no le importa. Su perro curioso sale de la casa a olfatearle, olvidándose por completo de las ruidosas explosiones en el cielo que tanto le habían aterrorizado. Unas velas que Yasahiro había dejado prendidas los ponen en contraluz y el estanque brilla como plata líquida. Yasahiro nota que solo puede ver su propio reflejo, pero tampoco le importa. Unas manos de color ámbar la acarician las mejillas y le limpian las lágrimas.


Pasan el resto de la noche juntos. Yasahiro se desvela con su voz de melancolía, sintiendo el éxtasis si se le permitía tocar sus suaves dedos y se encandila con sus ojos iluminados como luciérnagas en noche de luna gibosa.


"Ojos de luna" le llama y aprisiona el sentimiento en la lengua; a pesar de que han pasado horas, continua derramando lágrimas. Las velas se han apagado y ya ningún reflejo es divisible. Yasahiro lo prefiere así.


Porque hace mucho que no pronuncia su nombre más que para entrar al cementerio a dejar flores amarillas. Porque disfruta cada segundo que tiene el anillo sabiendo que el recuerdo de plata no durara mucho más en su mente. Y se jura que su amante está sentado a su lado y no tres metros bajo tierra.



 

Autor: Ezequiel del Rio


Imagen tomada de https://www.nippon.com/es/features/jg00115/

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