Rutas
Miro la ruta. La negrura del asfalto resalta de forma alucinante el verde de las sierras altas que la rodean.
La línea amarilla central brilla.
Todo es sol, cielo y belleza.
Desborda.
Los olores son increíbles. Y los sonidos. Los cantos de los pájaros y los insectos. Cada bichito se puede oír.
Es el lugar perfecto para decidir que a partir de ahí ya no voy a contar más el tiempo. Sólo voy a perderme en la sucesión de acontecimientos que me depare el camino. No importa cuándo ni dónde ni cómo. Voy, me dejo ir. Flojita. Tranqui.
Bajo a un arroyito que corre paralelo a la ruta a unos metros a la derecha, después de estacionar la camioneta-nave-casa-guarida en un costado, en la banquina.
Por ahí, en todo el camino que vengo recorriendo ese día, no pasa casi nadie.
Veo unas construcciones de piedra abandonadas. Pienso que después de darme un baño puedo comer en la sombra que se esconde entre esas paredes. Siempre va a ser más fresco que a pleno rayo de sol de las tres de la tarde en las sierras en noviembre.
El arroyito es refrescante y dulce.
Tomo su agua, me lavo el cuerpo y juego. Me dejo arrastrar por el agua suave entre las piedras.
Hay ese perfume a yuyo del que nunca me aprendo el nombre. Y el canto de esos pájaros que tampoco sé cómo se llaman y llenan todo de música sagrada que se mezcla con el rugido del agua corriendo tan fuerte, golpeando entre las rocas, bañando el pasto. Toda la banda sonora que produce la tierra, adornada por los perfumes que hace la tierra.
Y yo ahí. En ese espacio suspendido entre las cosas que existen, llena hasta estallar de tanta vida.
Pasan unos caballos a un galope medio tranqui y salpican agua.
Las vacas que andan en la vuelta ni me registran.
A nadie le importa ni le incomoda mi presencia. Soy parte de la postal del mundo en ese momento.
Aprovecho a lavar la ropa que tengo puesta fregándola entre las piedras. La estrujo y la tiendo al sol sobre las rocas grandes. En un ratito va a estar seca.
En la sombra de las ruinas preparo un almuerzo de ensalada de-lo-que-tengo con pan y queso.
Como.
Me acuesto un rato sobre el pasto fresco al lado del muro y miro el cielo tan celeste que es casi transparente.
Las piedras de la pared que me cobijan deben tener millones de años sobre el planeta y cientos formando parte de ese muro.
Pongo mis manos abiertas sobre ellas y me entrego a sentir el paso de las edades por sus cuerpos minerales.
Me acuerdo que en la primaria, cuando enseñaban bióticos y abióticos y ponían a las rocas en la columna de lo abiótico, me ponía a discutir con la maestra. Pero no lo podía explicar. Era una teoría que no podía defender. Simplemente yo sabía que por ahí corría vida. Que había algo que latía.
Es verdad que no es sangre. Es verdad que no nacen, se reproducen y mueren. Pero mismo así. Es una vida que según el paradigma vigente de esa ciencia, no es vida. Pero bueno, qué sé yo. Que se arreglen ellxs en sus laboratorios cómo se les dé la gana. Yo acá afuera, en esa caricia de mundo, sé lo que sé.
Lo mismo vale para la tierra, el agua, los minerales en general y así. Si lo que ellos contienen no es vida, qué lo será.
Para mí lxs que no tienen vida son ellxs, lxs que se dedican a cuantificar cosas, pero ese es otro tema.
Me duermo en ese pedazo de sombra y sueño los sueños más brillantes de todos. Y la tierra me sostiene y ampara. Y mi cuerpo vivo se funde con todo lo demás.
Hago un fuego chiquito cuando empieza a caer la noche en el rincón que se forma entre dos de los muros de piedra.
Traigo un vino de la camioneta y preparo algo de comer que es casi lo mismo que al mediodía pero sin tomate porque ya no queda, así que redoblo la porción de palta y la de aceitunas.
Me quedo un rato contemplando el fuego y los colores que va adquiriendo todo lo demás a través de ese prisma anaranjado con el que tiñe todo.
No sé por qué esa imagen me trae otra lejana, lejanísima. De la infancia en la ciudad.
Veo en la memoria una luz que se difumina a través de los vidrios de una ventana antigua. La luz se distorsiona absolutamente al pasar por los vidrios texturizados naranja opacos o amarillo intenso.
Son esos ventanales que hay en las casas antiguas que quedan en barrios tipo Mataderos, Floresta o Barracas… Seguro que existen en muchas otras partes, pero son a esos lugares donde me lleva a mí mi propia imagen mental.
En esa casa había esos ventanales en la parte que daba al patio y también otros en la parte superior de algunas puertas internas.
Esta luz particular me lleva a un momento determinado en el que estoy en el patio y está anocheciendo.
Estoy en la hamaca que me hizo mi papá con una tabla y unas cuerdas que amarró del árbol que había ahí, en ese pedazo con tierra y pasto.
Me deslizo por el aire imaginando que de verdad puedo tocar las primeras estrellas que se están empezando a dejar ver allá en el cielo todavía claro.
La luz de la cocina se prende y veo una figura deslizándose de un lado al otro. No distingo los detalles, sólo los contornos por la textura del vidrio, pero sé que es mi mamá cocinando por la altura y por cómo se mueve.
Las chicharras de fin de la primavera e inicio del verano pueblan el fondo de mi casa y de todas las casas de por ahí.
Sé que en un rato me van a llamar para comer así que trato de aprovechar al máximo ese tiempo de viaje espacial en mi nave de madera y cuerdas colgada del árbol.
Son los primeros días de vacaciones escolares y el mundo está perfumado y hermoso. Tremendamente vital. Todo explota en colores y en calor.
En unos días más nos vamos a ir a Córdoba a pasar las fiestas a las sierras en carpa.
Ni a mi mamá ni a mi papá les gustaba quedarse en la ciudad para esas fechas. No les gustaban las multitudes ni las cosas familiares ni nada de eso.
Así que cada fin de año, agarrábamos las carpas canadienses y las subíamos al Renault 12 junto con un montón de otros artefactos que les parecían necesarios para esos días, y nos íbamos.
Andábamos por el país en nuestro Renault 12 huyendo de las multitudes e internándonos en los lugares más lindos que me hubiera podido imaginar.
Mi papá armaba la carpa como si fuera el ritual más profundo del mundo. Y cada vez, cada verano, Semana Santa o vacaciones de invierno, me explicaba todos los pasos para que no entre agua, para que los vientos queden bien puestos y tensos, que los parantes queden bien y el cubretecho firme y tirante.
Después acomodábamos las bolsas de dormir, yo en mi carpa y ellxs en la suya, y nos íbamos a caminar y a descubrir el lugar al que acabábamos de llegar.
Mi papá me daba la mano para cruzar los arroyos mientras hacíamos equilibrio sobre las piedras para no mojarnos las zapatillas.
Después me mostraba algún árbol, alguna plantita, algún bichito, me contaba lo que sabía sobre eso, y seguíamos con la expedición.
Cuando llegaba la noche hacían un fuego y cocinábamos cosas como fideos o arroz en ollas todas tiznadas de humo.
Mi mamá era la experta en hacer fuego y mi papá en cocinar.
Comíamos al cielo, entre los árboles y casi en la oscuridad total. Sólo el fuego iluminaba los platos de lata de la marmita.
Amaba esas noches de campamento de la infancia. Que duraron el tiempo que duran las cosas en la infancia, para siempre en nuestras mentes y en nuestro pecho, y un suspiro en el mundo de las cosas y la gente.
Un día mi papá se fue y se llevó las dos carpas, junto con todo el resto de sus cosas.
Nos dejó el Renault 12 pero nada más.
Ahora miro mi fuego en el vértice de los muros de piedra.
Tomo vinito mientras el cielo enorme se abre sobre mí.
El murito de la derecha no llega a medir más de medio metro, es decir que puedo ver todo el horizonte desde donde estoy sentada. El horizonte de sierras y árboles pequeños y desparramados por ahí de forma aleatoria.
Escucho el ruido del agua allá abajo.
Me queda otra vez ese hueco en el pecho que dejan los abandonos y que no se van más. Esa noche está un poco más hondo.
Trato de no caerme adentro.
Aleteo con fuerza hasta llegar a mi propia superficie. A mi propia piel. No quiero desaparecer caverna adentro, pecho adentro, hueco adentro.
Quiero quedarme sana, en la dermis de las cosas y en profundidades más amables.
No es tan fácil.
Vivo surfeando entre esas polaridades como voy pudiendo.
A veces lo logro y a veces no.
Espero un rato más a ver si me recompongo.
Apago el fuego y voy hasta la camioneta. Acomodo la cama, me meto adentro y agarro un libro. Leo con la linterna del teléfono hasta cicatrizar. La ficción me repara.
Pensar que me repara Sbarra en Plástico cruel puede parecer absurdo, pero a mí me pasa. Me repara el cielo, las sierras, toda esa noche explotando en estrellas y Sbarra.
Este cuento forma parte del libro Fragmentos de Mundos que se publicó durante el 2021 en Ediciones Frenéticxs Danzantes y que se puede conseguir acá
Autora: Marina Klein
Soy autora también de los libros de cuentos “De Fauces al Subsuelo”, “Danzando entre la Nada y la Furia”, la novela “Trashumantes”, y de las plaquettes “La vida secreta de quien come en la cocina”, “SEAMOS Libres que lo demás no importa nada”, “¿Te gustó coger?”, “Georgina Orellano Puta Feminista”, '"El día de Adela" y “Donde los muros eran de niebla” editados por Ediciones Frenéticxs Danzantes. También dirijo la Revista Extrañas Noches y la editorial recién mencionada.
Nací en Buenos Aires en el 74, viví en esta ciudad hasta más o menos los 20 años y desde ahí hasta el 2012 anduve por el mundo viajando y quedándome largos períodos en distintos lugares de América Latina. En ese tiempo realicé un tour por distintos oficios, escribí para varios medios crónicas de viaje, tuve un programa de radio, limpié casas, hice gorritos de hilo y hasta llegué a tener una pequeña fábrica de joyería artesanal.
Cuando volví hice la carrera de sociología, donde además de aprender un montón, una vez más, me di cuenta que la academia no es lo mío.
Todos los libros se pueden descargar de forma gratuita en la biblioteca libre de Ediciones Frenéticxs Danzantes
O adquirir en físico en el catálogo de Ediciones Frenéticxs Danzantes
Insagram @marinakleinx
Imagen de Luis Otero. Pueden ver más de su trabajo y seguirlo acá
IG @herraduro_
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