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Santos sordos


Sabés bien amada muerte

Que el peligro y la aventura

Son parte del camino

Por el que transito en esta vida

Permite amada muerte que tu protección y salvaguarda

Estén a mi lado

Para mantener distante

Peligro y amenaza

Permite amada muerte

Que los ojos de mis opositores

No vean mi presencia

Ni las huellas de mis pasos

Que conducen a tu templo

Donde majestuosa aguardas paciente

Al fin de los tiempos.

Amén.


Diciembre es un mes complicado, las paredes descascaradas son más visibles, el calor y los olores se apoderan del día y la noche, las cucarachas andan con apuro sin importarles la luz.


Queremos renacer pero no sabemos cómo, la única certeza que tenemos es la muerte. Algo tiene que morir. Algo tenemos que matar.


Sentado a una mesa recubierta con un mantel de hule navideño se encuentra Danilo, luego de ponerle media tonelada de azúcar al mate de madera grande como taza sopera dice que lo que le pasó fue por no cumplirle a él, se confió demasiado, lo olvidó. Tarde es para lamentarse de no haberle llevado la cadenita y el anillo de oro que le prometió.


Los días fueron pasando, los trabajos salían tan bien que la gira lo cegó haciendo que olvidara su promesa, cositas de oro sobraban por esos meses.


El día después del trabajo ese, el que marcó la diferencia, lo protegió y entonces para cumplirle se lo tatuó en el antebrazo izquierdo. Desde ese día lo hizo parte de su piel, los dos en un mismo cuerpo. Imponente, luminoso. El elegante manto en brillante tinta negra, cubriendo su cuerpo de marfil una túnica celeste, todopoderoso se lo ve sosteniendo un mundo y una guadaña con sus esqueléticas manos.

Danilo dice que ese tatuaje de san la muerte le costó un montón de dinero, pero como el santo siempre cumple lo tenía más que merecido. Es su primera detención después de años delinquiendo, hasta ahora siempre se había salvado que la yuta lo agarrara, situaciones insólitas le sucedían, como por ejemplo salir de testigo de sus propios robos sin levantar una mínima sospecha. Todo gracias a la protección de su santo.


Los que profesan el culto a San La Muerte dicen que el santo no pide nada, pero que las promesas que se le hacen hay que cumplirlas, porque sino se enoja y te castiga. Es un santo justo, dicen.


Danilo siempre había sido muy responsable con su culto, dentro del pabellón siempre trata de reivindicar al santo porque sabe que para la mayoría de la gente san la muerte mete miedo, pero él aclara que es un santo muy poderoso y que no es malo, todo depende de lo que se le pida. Con sus ojos verdes bien abiertos y muy locuazmente cuenta la historia de Adelina, una vecina de su abuela que tenía una hija muy enferma de los pulmones, una nena chiquita que se llamaba Inés y se la pasaba todo el día en la cama porque no tenía las fuerzas necesarias para levantarse. Adelina desesperada se convirtió en una fiel devota del santo, construyó un bonito altar en un rincón del comedor, una mesita de madera, recubierta de un mantel rojo y un caminito blanco al crochet, tejido por ella. Velas rojas y blancas rodeaban la estatuilla del esqueleto de manto negro, todos los lunes, viernes y sábados colocaba los claveles rojos mientras hacía sus rezos y por último le servía una medida de whisky en un pequeño vasito de cristal, su pedido era que cure a su querida hijita y su sacrificio sería ir de rodillas al templo si eso se cumplía. Mirándose el antebrazo izquierdo Danilo exclama orgulloso que fue el santo quien curó a la niña, también le dice a los dos o tres que lo escuchan fumando en silencio que nadie le contó esa historia, que él mismo la vivió una temporada que pasó en casa de su abuela, allá, en Goya. Él mismo vio las ojeras de Inesita, sus ojos brillosos cada vez que tosía roncamente y la desesperación de su madre. También vio el día que Inesita se levantó de la cama con unas ganas de jugar increíbles, ya no tosía. Federico que lo escuchaba atentamente cuenta que en los meses que estuvo en Alvear compartió celda con un viejo que también creía en ese santo, dice que tenía una estatuilla de un esqueleto sentado en un sillón negro y que de cada lado había incrustadas tres calaveras, el viejo le había contado en una de las pocas noches en las que tenía ganas de hablar que él creía en una religión en la que mataban gatos, gallos, o conejos para sus rituales, y que también se preparan mesas con comidas, frutas y bebidas, que los rituales duraban muchas horas y podían hablar con espíritus.


Federico dice que a veces no le creía y que no le preguntaba mucho porque el viejo le daba un poco de miedo, nunca lo podía mirar bien a la cara, por su ojo nublado, muerto. El ojo era el resultado de una pelea de su primer estadía en el penal de Olmos, en la época que la Unidad uno era tierra de nadie, allí, en el cuarto piso fue donde descubrió la religión que luego adoptaría por el resto de su vida.


Danilo después de escuchar a Federico, le dice que está confundido que seguramente en lo que creía ese viejo era la kimbanda, que es magia negra, macumba, que eso no tenía que ver con su amado san la muerte, aunque mucha gente se creyera eso porque parte de los Umbandas y kimbandas lo incluían dentro de sus entidades.


Blas arreglándose el mechón de pelo castaño oscuro que le cae sobre un lado de la frente dice que él sólo cree en Cristo, y que siempre que puede lee la biblia pero que trata de que no lo vea nadie porque sino en el pabellón lo cargan, y él no quiere irse a vivir al pabellón evangélico, porque no quiere ser el siervo de nadie.


José va y viene por todo el pabellón, pide un pucho, después un poco de pan o algo para comer con el mate, con su voz chillona y sus gestos exagerados cuenta que su tía, no la que está detenida en los hornos, sino la travesti que está en Varela es mae y practica esa religión que se llama umbanda, y que él participó de esas cosas un par de veces, dice que tuvo que disfrazarse de otra época y que hay comida y bebidas piolas, que la tía se lo tomaba muy enserio que se comunicaba con el diablo o algo así, dando unos giros y hablando raro, lo único que le daba impresión es el momento que degollaban al gallo, siempre lo hacía la pareja de la tía, un hombre grandote de manos fuertes y dedos gordos, quería enseñarle a él pero José se resistía, el hombre rodeaba con las dos manos el cuello del animal, y con un solo movimiento lo partía en dos, ¿ves?, cuando sentís el crack del hueso y se afloja ya está, de esta manera no sufre, porque si sufre no sirve, le decía el hombre, José afirmaba con la cabeza sin decir palabra pensando en los copetes que a medianoche se tomará sin pagar un peso, al fin y al cabo era eso lo único que sacaba de positivo, aunque en realidad todo tiene su sacrificio, y él junto al hombre luego del deguelle, tenían que llenar dos o tres jarrones con la sangre del animal.


José dice que dejó de ir porque un día despertó a las cinco de la tarde en un sillón sin saber donde estaba, al lado de una travesti amiga de la tía que dormía casi inconsciente, no se acordaba de nada y tenía un gusto raro en su lengua, era tal el mareo que tardó una hora en poder levantarse para ir a tomarse un colectivo que lo devuelva a Monte Chingolo. José se agarra la cabeza con las dos manos mientras dice que todavía no puede recordar que pasó.


Todos ríen con la anécdota y sacan conjeturas de lo que pudo haber pasado esa noche, José ríe y aprovecha para pedir un poco de azúcar para su rancho, y ya que está uno o dos puchos más. A José siempre le convidan, su gracia y sus modales de niño lo compran todo.


La pava se termina, y nadie renueva el mate, se van cada uno a su celda a seguir matando el tiempo con un poco de tele, con otra charla, una llamada a la madre, a la mujer, mirando el techo y pensando que se puede hacer para salir antes que termine el año, ¿a quién hay que rezarle? ¿A quién pedirle?


Danilo piensa la manera de conseguir una estatuilla del santo y así poder darle el anillo y la cadenita, pero después se acuerda que en la cárcel es imposible hacer una ofrenda de ese estilo, exprime a su cerebro para que lo ayude qué hacer para que el santo lo perdone y otra vez esté de su lado, tal vez así se ahorre pasar año nuevo arriba de un colchón gastado.


 

Autora: Cintia Noto


Nació en ciudad de La Plata en 1982 es actriz y psicóloga social, hace varios años que trabaja de tallerista en diferentes cárceles de la Provincia de Buenos Aires. Escribe, hace radio y no sabe que más hará, ya que su mercurio en géminis hace que le interese variadas cosas, muchas veces toca y se va, y en otras oportunidades se queda.


Instagram: @cintia.ladob




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