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Siempre las mismas voces


Qué juguete,

qué juguete

más triste

es la tristeza.

Anuda la sintaxis

de las frases

que dejamos atrás

y que ya no queremos,

en absoluto, recordar.

Por tristes, nos reímos

y festejamos,

gritamos

y lloramos

el acuerdo, indefinido,

de cómo seguir.

A veces, todo se junta

y los roles se invierten:

está quien ríe de tristeza

y quien llora de alegría.

Tal vez, tardamos demasiado

en revertir lo irreversible.

Somos la mosca distraída

que se quema en el fuego;

pero también, somos el pez

que sobrevive al aire.

El ánimo varía,

da vueltas y resuena

como la indiferencia

que mata al artista talentoso.

Van Gogh, pensarán ustedes;

Baudelaire o Kafka, gritarán otros.

Qué mendicidad,

qué desperdicio

–digo yo-,

ver a un Pessoa

atado a la melodía

de una vida

que no lo supo leer.

Un crimen.

Un crimen más

que arrastra consigo

al juguete de la tristeza.

Después, sólo morimos;

o después, no se sabe.

Mientras tanto, seguimos.

Del árbol edénico

aún pende el fruto

de la condena.

La lectura hace de sí misma

lo que la realidad deshace.

Cada partícula, cada átomo

se hunde en el sol

o florece en la oscuridad.

Del tiempo, nadie sabe.

Las costras se caen,

las cicatrices se abren,

las puertas y las ventanas

se golpean, envejeciendo.

El sonido tiende a ser triste,

tan triste como la mirada

que parpadea bajo la lluvia,

o entre lágrimas.

El consuelo le teme

a la distancia,

aunque significan lo mismo.

A veces, imposibilitado,

lo frágil se pierde

en la resta

de un trago tras otro.

Mientras la tristeza

avanza con la borrachera,

el mundo nos olvida

y comienza a quedarnos chico.

Tarde, la resaca

se disfraza de argumento

y busca lo llorado

para esconderlo de lo perdido.

Tememos, claro.

Somos frágiles

e infelices

y tristes;

sobre todo, tristes

juguetes de la tristeza

que nos invita a sonreír

en la despedida.

Y desnudos,

masticando la manzana,

enfrentamos a Dios

para que nos acaricie

la herida que no cierra;

que no quiere cerrar.

Y de tanto en tanto,

el alivio duele

al igual que la soledad

o el silencio de un libro

que ya no dice nada.

Y es entonces

que la sintaxis

pierde la coherencia

y nos sumerge

en otra historia

que describirá

lo asimilado, lo aprendido

entre el golpe

y la ternura.

Y como tampoco sabemos

cómo seguir,

en quién confiar

o qué notas tocar

para que la melodía

suene dulce y armoniosa,

nos adentramos ciegos

con el juguete

repetido y acumulado

de la tristeza

y empezamos,

nuevamente empezamos,

a dolernos

de carcajadas,

llantos

y momentos.


 

Autor: Amir Abdala


Nació en Rojas, provincia de Buenos Aires, en 1990. Escritor autodidacta, es autor de los poemarios Hay un poema dormido, hay un poeta despierto (Imaginante, 2015), Lo único que pasa es lo que no se recupera (Imaginante, 2016) y Donde se suicidan las moscas (Ediciones Frenéticxs Danzantes, 2022). Asimismo, de las novelas El vértigo de la felicidad (Nido de Vacas, 2018) y Entre ratas y golondrinas

(Nido de Vacas, 2022).

Habitualmente publica relatos y poesías en revistas literarias. Algunas de sus obras inéditas fueron premiadas en certámenes nacionales e internacionales.


lustración de Leonardo Lamberta

Se puede ver parte de su obra en su Instagram @leolamberta y Acá

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