Tocadiscos
El ascensor vibra y tironea mientras desciende por el edificio. Al llegar a planta baja se detiene con un sacudón que hace parpadear las luces del techo. Tomo el tocadiscos, que está entre mis pies envuelto en una bolsa trasparente, y salgo rumbo a la puerta de calle.
El viejo del 403 está esperando del lado de afuera. Mira en dirección al pasillo con esos ojos que siempre tiene, como si estuviera buscando su billetera o su alma en cada lugar dónde apoya la mirada. Mientras abro la puerta, forcejeando con el tocadiscos, entra y murmura que al salir más temprano había olvidado las llaves. Decido ignorarlo. Ya me enteraré más tarde si lo que me dice es verdad, o si otra vez se escapó del loquero en el que sus hijos lo meten dos por tres. De cualquier manera, nadie sabrá que fui yo quién lo dejó entrar.
Camino por la calle, las luminarias están encendidas y el cielo es de un color azul grisáceo. Ya es prácticamente de noche. Puteo entre dientes al comprador prepotente que me hizo salir tan tarde a llevarle el tocadiscos. “Me lo traes ahora o no lo compro”. El cheto de mierda se iba de viaje. Pero más me puteo a mí por necesitar tan desesperadamente la plata como para aceptar, y andar con un tocadiscos en este barrio y a esta hora.
En la primera esquina que cruzo ya veo confirmada mi ansiedad. Un par de pichis se acercan y me piden monedas. Cuando les digo que no tengo me siguen, insisten y se ponen violentos. “Que tenés en la bolsa.” Siento la adrenalina correr por mi sangre, me da taquicardia. “Entregá la caja esa, si no tenés monedas”. Se ríen. Yo me mantengo callado y sigo caminando. Odio ser tan cagón, pero no hay nada que hacerle.
Los pichis desisten cuando me acerco a la parada del ómnibus, dónde hay otras personas. Los veo alejarse entre calles transversales.
El ómnibus demora. La parada se llena y se vacía varias veces. La línea que estoy esperando es la que menos frecuencia tiene. Cada vez que me quedo solo miro alrededor, puedo sentir que los pichis acechan, que me husmean a la distancia.
En un momento aparece un milico entre la gente. No se sube a las otras líneas que pasan. Me mira. En ese momento me doy cuenta de que mi aspecto no debe de ser el más tranquilizador. No me baño hace días, y ni siquiera me miré al espejo antes de salir.
Mi corazón pega un salto cuando recuerdo lo que tengo en los bolsillos del pantalón. Para disimular doy unos pasos alrededor. No hay forma que pueda darse cuenta. Trato de calmarme. Desvío la mirada del milico y me peino lo mejor posible con la mano, mientras seguimos esperando.
El número de la línea aparece en la esquina, finalmente, formado por una tenue luz verdosa que proyecta el cartel del vehículo destartalado que viene con ella.
El ómnibus está lleno y en el fondo hay un grupo de planchas que escuchan cumbia y se ríen. Una verdadera pesadilla. Veo los ojos fastidiados del chofer y de la gente mientras subo con el tocadiscos y lucho por acomodarme en algún rincón. ¿Por qué me miran así? No es mi culpa que todos los ómnibus vengan llenos hasta la puerta y que no haya lugar para nada. Quiero mandarlos a todos a la mierda, pero me quedo en silencio.
Por fin encuentro un poco de lugar en el pasillo, me detengo y dejo el tocadiscos entre mis pies. El ómnibus arranca. A mi izquierda y más cerca de la puerta está el milico, a mi derecha una mujer que ya estaba en el ómnibus cuando subí. La miro dos veces. Es más baja que yo y tiene el pelo corto, con cerquillo. Su rostro y su cuerpo parecen el de un niño de escuela avejentado, a excepción de sus labios, que son gruesos y rojos. La tercera vez que la veo ella me mira y aleja inmediatamente la mirada. De seguro le parezco un raro y un pervertido.
Lucho para no verla más por el resto del viaje, tratando de cuidar lo poco de dignidad que me queda, así sucio y desprolijo como estoy. Es difícil, al parecer el encierro y la soledad me han hecho verdaderamente un raro de mierda.
Me concentro en el paisaje de afuera, en las calles llenas de basura y vagabundos, que, sin embargo, parecen ir mejorando paulatinamente a medida que nos acercamos al barrio de mi comprador.
Al bajarme enciendo desesperado un cigarro y noto que es el último de la caja. Estoy fumando demasiado. Aplasto la caja entre mis dedos y la tiro al piso, luego agarro como puedo el tocadiscos con la mano izquierda y empiezo a caminar.
Me pierdo un par de veces, pero finalmente encuentro el edificio. El cheto me está esperando abajo. Resguardado detrás de las rejas del pequeño patio que tiene su edificio se fuma un porro. Le pregunto si quiere que subamos para que pueda asegurarse de que el tocadiscos funciona, y me dice que no. Mirá si va a dejar entrar a alguien con mi pinta al maravilloso apartamento que le pagan los padres.
Agarra el tocadiscos y me da la plata. Luego desaparece inmediatamente detrás de la puerta, dejándome con la sensación de que todo terminó demasiado rápido.
Siento la falta del tocadiscos como una ganancia en libertad de movimiento, y como una pérdida de un montón de otras cosas.
De camino a la parada paso por un quiosco y me compro una caja de cigarros. Mientras espero que me den el cambio cuento el resto de la plata que logré sacar de ese primer objeto mío que tuve que vender, y que es, en definitiva, toda la plata que tengo en el momento. La guardo rápidamente en el bolsillo, junto con el cambio y la caja de cigarros, y me alejo caminando.
No voy rumbo a la parada del ómnibus que me llevaría a casa. El temblor que percibí en mis manos al guardar la plata me recordó que tengo que pasar por lo de Luis antes de ir a mi apartamento y dar por terminada la noche.
Autor: Leandro Caraballo
Foto de Marina Klein @marinakleinx
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