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Una noche en Caledonia


Negro,


Te lo voy a contar en modo carta, para hacer honor al género que estás poniendo sobre la mesa.

La historia comienza hace un mes en el barrio de Barracas, pero en el fondo, los dos sabemos que comienza mucho antes y de eso fuiste testigo y cómplice.


En agosto vino a Buenos Aires mi amiga Pato, que vive en Italia, esta vez acompañada por su nuevo novio. Aunque suene redundante, la pareja de mi amiga es millonario y se llama Euro. La salida se organizó para conocer al hombre y pensé que sería lindo el ambiente very tipical de una milonga y clase de tango. Los cité en la esquina de Montes de Oca y Suárez, en una casona de nombre Caledonia. Era un martes a las 20, día laborable para mí. Tuve que atravesar la ciudad de una punta a la otra. Después de ir a Villa Urquiza a bañarme y ponerme linda, tomé colectivo, subte, taxi para llegar a horario. ¿Quién me manda a hacer planes chinos para quedar bien con italianos?, pensaba mientras corría de un transporte a otro por Av. 9 de Julio.


Cuando por fin llegué, la clase ya había comenzado, pero me invitaron a sumarme rápidamente y enseguida estaba bailando tango con un vejete demasiado alto, que me sabía llevar muy bien. Mis amigos , claro, no estaban y yo por dentro puteaba en italiano. En muy poquitos ejercicios ya me llamaban “la nena” y todos querían bailar conmigo, imaginate Negro, el promedio de edad de la concurrencia. Mientras tanto, Pato y el millonario viajaban tranquilos en un Uber y solo alcanzaron a probar los últimos minutos de los últimos ejercicios y no entendieron nada.


Después de la clase, como es costumbre, comienza la milonga propiamente dicha y el juego se abre a la llegada de diferentes personajes, empilchados y con zapatos especiales para el evento. Era pleno invierno y la casona ostentaba un hogar a leña enorme que además de calentar todo daba una luz muy sugerente. Todos los de la clase ocupamos una mesa, pedimos vinos y nos convertimos prácticamente en amigos. Yo bailaba con el alto, Robert, que con un par de copas mostró la hilacha derechista. Pucha, pensé, la sensibilidad para escuchar y bailar el tango puede estar escondida en cualquier sorete.


Después me sacó el que peor llevaba, le dije que sí. Tal vez porque se parecía mucho a algún personaje de Capusotto o al mismo Capusotto y eso ya era un punto a favor. Era simpático, pero no pegaba una con los pasos. Nunca supe su nombre, por eso le quedó Capu.


Resulta que los italianos además de impuntuales, no tomaban alcohol. No tenía mucho sentido haberlos invitado a un ambiente tan arrabalero para que estén compartiendo una botellita de agua mineral. Pero hasta ahí, todo era risas y conversaciones en cocoliche y a los gritos, porque la milonga estaba repleta de gente y los tangazos sonaban a todo volumen. De pronto, la puerta de vidrios biselados se abrió y dejó entrar una bocanada de aire helado que se chocaba con el calor humano del salón. Como si fuera la reina del invierno la vi entrar a ella, casi como nunca vi entrar a nadie en mi vida. Vi el momento justo que, en cámara lenta, ella daba el primer paso sobre el piso de parqué con el cuerpo inclinado levemente hacia adelante y esa primera mirada que se apoya en el suelo para ir subiendo lenta y segura, sospechando que habría varios pares de ojos atentos a su entrada triunfal. Era rubia, peinaba un corte carré a la gomina que terminaba en ondas arriba de los hombros. Una polera negra y un pantalón de vestir escoses. Un abrigo largo y perfecto completaba la imagen de algo que yo no había visto nunca tan de frente, tan para mí, una mujer hermosa, masculina.


Yo estaba bailando con Capu, así que cualquier error que cometiera bailando pasaba desapercibido ya que hacíamos directamente cualquier cosa. La tanda terminó justo y pude dedicar toda mi atención a terminar la secuencia de la puerta. De la mujer en la puerta. De esa mujer rubia, con esa manera de entrar a lo cawboy, plantada delante de la puerta ya cerrada, barriendo el salón con la mirada más azul del mundo. Avanzó con el porte de un Alain Delón y se sentó en una mesa del lado opuesto a la nuestra. En ese intervalo entre tandas estarían pasando una música cualquiera, de esas que ponen para que la gente afloje un poco o para que bailen los que no saben bailar tango. Yo corrí hacia mi mesa y tomé un trago grande de vino. Capu insistía en invitarme un trago y yo me hacía la boluda para no generar falsas expectativas. Pato, no podía creer que en una sola clase yo hubiese aprendido a bailar y Euro sonreía pegado a la pared.


Cuando empezó la tanda siguiente, el bueno de Capu se me acercó y me dijo: si querés bailamos ésta, pero creo que vos debería bailar con ella, y me señaló a la rubia, sentada del otro lado de la pista. Sentí un redoblante en la boca del estómago y le contesté que yo no la conocía. Capu me agarró de la mano para llevarme a través de las parejas que ya estaban bailando y me confesó que una vez le presentó una chica a Carolina y esa chica no volvió a bailar con él. Y remató, vení que te la presento.


Pato y el millo me hacían señas desde la puerta mientras se ponían las camperas, pero mi amiga entendió por mi mirada que debería esperarme un ratito más. La rubia se paró apenas llegamos a su mesa. Capu articulaba unas frases que yo no escuchaba, porque el tambor que sonaba en mi pecho era toda la música que necesitaba oír. Solo volvió el sonido cuando ella dijo su nombre, Carolina, y yo dije el mío, Laura. Recién ahí entró suavemente el tango de fondo mientras ella me hacía la primera gran pregunta: ¿bailás?


Nos acomodamos para formar el abrazo que da comienzo a todo, en el tango y también en esta historia. Ella me ofreció su mano izquierda, yo me acerqué y la tomé con mi mano derecha. Una vez que estuve a pocos centímetros de su pelo caí en la profundidad del perfume que usa (y todavía no pude volver de ahí). La danza empezó con la fluidez de una conversación que se retoma. Como si ya hubiésemos bailado juntas. Como si yo tuviera la menor idea de lo que es bailar tango y abrazar así a una mujer. Me avergonzaba que el bombo legûero atravesara mis tetas y las suyas y ella se diera cuenta del malambo que tenía adentro del pecho. Pero así y todo completamos la tanda. Ella me dijo que voy a bailar bien y yo ya me imaginaba saliendo a comprar zapatos. Ninguna de las dos parecía tener ganas de hacer otra cosa más que seguir en eso que estaba sucediendo entre nosotras. Nos acercamos a la barra y compramos la primera botella de vino. Mientras nos abrían la botella y nos servían las copas, me dio una mini clase privada del ocho hacia atrás, ahí en el bar, fuera de la pista donde pude ver mucho mejor el color de esos ojos que delataban que algo quedaba por decir. Sus marcas eran precisas, yo entendía todo lo que sus manos me decían y hacia donde me querían llevar. El resto lo hizo el tango y la luz del fuego en la chimenea, ahí nos contamos nuestras vidas en pocas palabras y en muchas miradas. Compartimos el vino con los de la mesa de la clase y nos sacamos una foto con Capu. Los italianos fueron testigos de todo y finalmente nos vinieron a saludar con sus mejores sonrisas y chivediamo doppo.


El martes ya era miércoles 10 de agosto, Caledonia estaba muy lejos de casa y mi carroza se transformaba en calabaza, así que miré a la rubia de los mares y sin más le pedí su teléfono. Ella también emprendió la vuelta, caminamos hasta la esquina, lentamente calle abajo y todo lo demás, te juro Negro, que lo vi venir.


 

Autora: Laura Dantonio



Imagen de ellas

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